Venezuela hoy

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diciembre 15, 2010

Suceso en el Orinoco

Mariela Pérez Valenzuela, enviada especial

DELTA AMACURO, VENEZUELA.- A unas 10 horas de distancia por carretera desde Caracas, el estado Delta Amacuro asoma como un singular golpe de agua, ya que la comunicación se establece, en lo fundamental, por vía fluvial o aérea.
Las noches son tranquilas en Tucupita, la capital, donde es habitual que sus habitantes se reúnan al anochecer en el malecón, mientras el Orinoco palpita en sombras frente a ellos.
Una descubre que hay mucho más en este estado del noreste del país, cuyo nombre proviene del río Amacuro. Es parte de la historia que conserva y que de forma inevitable, al entrar en contacto con ella, remonta a las primeras lecturas de la infancia sobre la vida y costumbre de los pueblos indígenas, y que ya entonces nos parecía asombrosa.
Al amanecer salimos en una lancha desde el puerto pesquero de Volcán, en Tucupita, en busca de esa historia conocida solo por los libros. Cuatro horas de travesía por un Orinoco siempre el mismo y a la vez cambiante en su naturaleza.
Por un lado, la vegetación que hace de este un sitio único: palmas como el moriche, de gran importancia para la vida de los indios Warao —a cuyo encuentro íbamos—, el mangle rojo, los sembrados de arroz, y por otro, su fauna: toninas, manatíes, delfines, caimanes, numerosas aves como guacamayas, pericos y garzas, todo ello apreciado durante el trayecto.
Durante la travesía, a ambos lados del Orinoco, cuya denominación quiere decir “Serpiente enroscada”, las aguas subían y bajaban por los efectos de la marea, mientras atrás quedaban caseríos, grupos de personas que desde sus curiaras decían adiós, y una embarcación-ambulancia, que al parecer trasladaba a un indígena hasta Volcán, donde previo aviso, un automóvil esperaba para llevarlo al hospital.

PASADO Y PRESENTE EN UN TIEMPO

El pueblo Warao, una de las diversas etnias indígenas que habitan el territorio venezolano, se asienta en las márgenes de los caños o brazos que forman el Delta del Orinoco.
Allí viven en familia en los palafitos, casas montadas sobre pilotes construidos de tronco de manaca, un tipo de palma que también utilizan para hacer las llamadas “caminerías”.
Sin abandonar su cultura, estos hombres y mujeres que originalmente fueron pescadores y cazadores, y hoy se dedican además a la recolección y la agricultura, no han desaprovechado la oportunidad de estudiar que les ha dado la Revolución a los venezolanos.
La diferencia del idioma no es una barrera y así lo comprobamos al llegar a la Parroquia Manuel Renaud, una de las comunidades Warao donde existen varios ambientes de la misión Robinson II, levantados sobre el agua, en postes de unos dos metros con techos de palma y escasas paredes.
Allí 15 miembros del grupo reciben clases todos los días con un maestro de la propia etnia y aspiran a alcanzar el sexto grado después de aprender a leer y escribir con el método cubano Yo, Sí Puedo.
Al igual que en el resto de los ambientes (espacio físico donde se dan las clases) existentes a lo largo de la geografía venezolana, estos alumnos disponen de un televisor y un vhs para el desarrollo de las teleclases impartidas por profesores cubanos.
Aunque algunos alumnos dominan el castellano, el facilitador trabaja con las dos lenguas, explica Dignoris Figueroa, estudiante de la misión Ribas.
Dignoris, con su larga cabellera, como lo llevan la mayoría de las mujeres Warao, cuenta que se traslada a diario en una curiara hasta la comunidad de Winikina, donde funciona el ambiente de Ribas, en un recorrido que le lleva dos horas.
Regresa de noche, porque las clases terminan a las seis de la tarde, pero el trayecto, más que una preocupación, constituye una fiesta, pues desea graduarse de bachiller para luego estudiar medicina.
El alfabeto warao cuenta solo de 16 letras: a, b, d, e, i, j, k, m, n, o, r, s, t, u, w, y, de manera que para ellos, por ejemplo, los sonidos ca lo escriben con K y gua, siempre con W.
Aprendimos algunos de las palabras más utilizadas por esta etnia, navegantes de nacimiento, como A yeya, rumbo al norte; A jaja, rumbo al Sur; yaisi, empujar la curiara al agua; Naba, marejada; Ababu taera, viento fuerte, que nos hizo repetir Teofilo Figueroa, orgulloso porque su hijo es el facilitador de la comunidad, donde él también recibe clases.
Con 50 años, Teofilo recuerda que antes no se podía estudiar, pero “un día llegaron aquí los cubanos y los venezolanos, con una planta, un televisor y ese aparato (se refiere al vhs), y nos explicaron la importancia de aprender y todo cambió”.
Ahora, los indios Warao, a quienes muchos llaman “gente de las canoas” porque pasan gran parte del día pescando en ellas, han organizando su tiempo para recibir las clases.
Los de las comunidades más cercanas llegan en curiara cerca de las tres de la tarde, cuando empiezan las clases de Robinson, porque por la mañana son los niños más pequeños los que estudian en el mismo ambiente, y los mayorcito se trasladan en embarcaciones, apenas amanece, hasta la comunidad Araguabisi.
Allí, entre los chinchorros que tejen colgados de los troncos, en alpargatas algunos, otros descalzos, dejando ver una sonrisa de viejos amigos, nos dijeron Omi (adiós), después de contarnos de su vida y su historia, ligada de por siempre a este Orinoco, que hoy trae en sus aguas el susurro esperanzador de un mundo diferente.